¡Ayúdanos a compartir!

Opinión L. Rossi

Hace dos semanas estuve preguntando presupuesto en una imprenta para publicar (imprimir) una novela que quiero sacar por mi cuenta (no he llegado ni a buscar editorial). Fui a una imprenta “de toda la vida”, allí me recibió un hombre de unos 60 años.

Le expliqué lo que quería y le pedí presupuesto, me dijo que tuviera paciencia porque no contaba con mucho personal. La tuve, esperé. Llegó el siguiente correo:

Primero pedirle disculpas por la tardanza, pero es que hemos estado intentado conversar con nuestros proveedores de papel, tintas y planchas para obtener el mejor precio y así intentar aproximarnos a los últimos precios que salen a diario en Internet. Aún a sabiendas que no es la mejor oferta le pasamos el detalle“.

Esa sinceridad y esa delicadeza a la hora de intentar “vender” sus servicios me tocó la fibra, pero habida cuenta del precio, pensé que me había equivocado en algún dato (las aristas que tiene una publicación impresa) que encarecía el precio final.

Cuando pude volví en persona a la imprenta. Allí me recibió una mujer, que enseguida llamó a la persona que me había atendido días antes. Parecía que me estaba esperando y colocó sobre el mostrador una copia del correo que me mandó.

Primero le pregunté mi duda – más un anhelo que una incógnita- y él, rápidamente me las disipó. No se había equivocado, ni él, ni yo. Me reconoció que era muy complicado bajar los precios, que era imposible competir con internet.

Le dije que mi intención romántica era la de imprimir y dejar el dinero en el sitio donde vivo. Que no quería más que empatar, ni ganar, ni perder. Y que aun así siempre saldría yo ganando. Por supuesto, le advertí que no quería ni regatearle, ni abaratar costes como fuera. Simplemente quería excusarme.

“Yo sé que en vez de 3.000 te puede costar 1. 000 y hasta 600”, se sinceró. “Pero la calidad…”, le dije en un intento de buscar algo donde aferrarme. Su respuesta fue tajante: “La calidad es muy buena y lo pueden hacer mejor que yo”. Sabía dónde estaba el “truco” , pero era incapaz de acercarse si quiera.

Lo entendía ya que él también hacía compras (en general) por Internet. Pero me comentó que años atrás podía hacer para determinadas instituciones o entidades 15 o 20 publicaciones o carteles y que ahora hacía un número redondo: 0. Redondo. Que de tener plantilla fija y temporal, solo se habían quedado dos: su mujer y él.

Finalmente nos despedimos y nos deseamos suerte. Antes de irme, él me ofreció sus consejos por si me hacía falta y que pidiera siempre una prueba de impresión. Y, por último, que si publicaba la novela, le dejara un ejemplar para verlo.

La globalización, los sueldos con los que contamos… No es país para románticos, está claro. Por eso intento desahogarme de esta forma y ojalá pudiera llegar a imprimir con esta imprenta de toda la vida. Su sinceridad sí que no tiene competencia ni en Internet, ni en todo el mundo.

Desde estas líneas mi gratitud para la Imprenta Bellido de la Isla.